dimecres, 19 de desembre del 2007

La mirada de Romero


De todos los animales que tuve de niña, sin duda mi favorito, era el caballo Romero. Tan grande y, a la vez, tan ligero. El abuelo me subía a sus lomos y juntos paseábamos por el monte en los eternos veranos de mi niñez. Recuerdo su mirada, intensa, marrón, tan antigua como el tronco de un viejo olivo. Sólo el abuelo tenía una mirada parecida, cuando con las últimas luces del día se quedaba ausente, pensando quizás en tiempos mejores.


Primero se fue el abuelo, una mañana fría de otoño. Yo estaba aún en la escuela primaria. Lo recuerdo como si fuese ayer. Teníamos examen de lengua cuando entró el director y susurró algo al oído de la maestra. A continuación, me comunicaron que recogiese mis cosas y saliese de la clase. También, recuerdo que protesté algo como que aún no había terminado el examen....
En la puerta de la escuela, estaba esperándome mi padre. Con la mirada algo más cansada de lo habitual. Silencioso. Cogidos de la mano, nos dirigimos a la vieja estación de tren. Yo no entendía nada, pero tampoco me atrevía a preguntar “¿por qué?” o “¿hacia dónde?”. Aunque no tardé mucho en darme cuenta que nos dirigíamos a casa del abuelo.

Al llegar anduve sola por el huerto. Los cerezos habían perdido todas las hojas y el emparrado estaba lleno de insectos y pájaros, que lidiaban por comerse las últimas uvas. Mi corto paseo acabó en el establo. Romero estaba solo. Encerrado. Sucio. Le llene el cubo de agua. Bebió vorazmente. Y lo saqué a pasear. Y de un tirón se soltó de la rienda y salió corriendo, saltando vallas hasta perderse en el horizonte mientras yo me quedaba inmóvil, sola, viendo como saltaba todos los obstáculos y llegaba libre al final del camino.

Empezaron a llegar familiares, aquellos que cuando anunciaban que nos venían a visitar en el verano, el abuelo decidía, que era un buen día para irnos de pesca, nosotros dos solos. Solos con Romero. Eran días fantásticos. Una vez incluso pescamos una enorme trucha que luego nos comimos para cenar. Salíamos de casa al amanecer. Con las cañas de pescar y bocadillos y algo de fruta. Después de casi dos horas de camino, llegábamos a la orilla del río. Primero plantábamos las cañas y luego, tranquilamente, desayunábamos. Romero pacía libre en un prado cercano, el mismo al que huyó aquella mañana gris de otoño, en que el abuelo murió, y donde lo hallamos papá y yo al día siguiente sin vida.


La semana pasada fui a pasar el día con mi hermana y mi sobrina, de quince meses de edad. Como vivimos en ciudades diferentes, apenas podemos vernos. La pequeña Sara, que según mi hermana cambia cada día, para mi, que hacía unos meses que no la veía, era una desconocida. Pero no lo era. En un rato que estuve jugando a solas con ella, se me acercó con su andar aún tambaleante y me ofreció una pelota y, cuando iba a cogerla, vi dentro de sus ojos pequeños aquella misma mirada, la mirada del abuelo, la mirada de Romero.

Por Maribel Guerrero
Oleo de Guerrero Román

2 comentaris:

  1. Qué hermoso y estremecedor este relato de infancia. Estremecedor el final de Romero. Qué lazo tan invisible e indivisible lo llevó a acompañar a su amo hasta el fin. Y ahora el regreso, en la mirada de la inocencia.
    Haznos más relatos Maribel.

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  2. Gracias querida amiga por tu mirada y por tus palabras!!!

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