El flautista caminó por las calles desiertas de su ciudad dormida. Cabizbajo y con la mirada triste, entró en un pequeño bar. Un antro viejo y descolorido que hacía juego con su propia tristeza.
En su actual juventud, había alcanzado el estado de máxima perfección. Aquella misma mañana, acariciando su flauta, emitió el si bemol más brillante que jamás se hubiese oído. La belleza casi táctil del sonido, le hizo enmudecer y, por un segundo, se creyó liberado y alegre. Pero al instante se sintió derrotado y abatido. Tocó unas cuantas notas, una dulce melodía de cadencia lenta, armoniosa y todo su ser se mudó de esa dulzura. Era como si estuviese poseído por el sonido de su flauta y se sintió preso de lo que más amaba.
Mientras estaba en el bar, tomando un café bien caliente, recordaba lo que le había dicho su maestro de música: "no intentes alcanzar lo que es inalcanzable"
Preso agonizante de la belleza de su música, corrió hacia el puente y lanzó al río su flauta. Y vio como se hundía. Suspiró y cayó desmayado junto a la penumbra de una farola.
A la mañana siguiente, encontraron la flauta tirada en el suelo, como sin vida, mientras sobre las aguas del río flotaba el cuerpo del joven flautista con una sonrisa en los labios.
Nadie fue capaz de descifrar el misterio de aquella sonrisa.
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